Hace mucho tiempo que ya nada le importa, su reloj, cansado de correr detrás del tiempo se detuvo y el mundo dejó de caminar a las siete veinticinco.
Cuando es de mañana, como a eso de las siete veinticinco, Diego sale de su casa y camina diez y siete cuadras hasta el café de la esquina. Andrea lo espera sentada en una mesa escondida entre la gente y las macetas colgantes, con los ojos llenos de flores y un listón azul perdido entre el cabello. Diego puntual, a las siete veinticinco, la saluda y le inventa un nombre distinto cada vez que la mira
-Hola, Clara- Dice diego dejándose caer sobre una pequeña silla de madera, mientras sostiene entre los labios un cigarro arrugado y sin filtro.
-Hoy estás más mugroso que ayer- Dice Andrea con una sonrisa.
-Es la contaminación, Daniela. Deberíamos de tener un día de hoy no circula-
-Tú deberías de dejar de circular mínimo un año-
-¿Me llevas al cine, Elsa? A las siete veinticinco se estrena una película japonesa- dice Diego mientras juega con el humo gris de su cigarro.
-¿Cómo se llama?- Pregunta Andrea siguiéndole el juego.
-Algo así como “Titanes”... dicen que va a ganar muchos premios ¿Me llevas, Tania?-
-Sí, nomás me tomo mi café-
-Pero se va a hacer tarde, ya son las siete veinticinco, ¡apúrate María!
Andrea abre su bolsa saca un espejo pequeño y lo pone frente a Diego.
-Ya viste que mal te ves con ese enjambre de barbas. ¿Me dejas que te rasure?-
Diego mira su rostro en el espejo amarrillo, sonríe de perfil y dice
-Es que ha llovido mucho, Laura. Tengo una inundación en la cara, ¿ya viste?-
Andrea lo observa divertida, no puede creer que aún después de esa mugre, de esos trapos, de esa barba horrible y gruesa que se alza sobre su rostro como el pelo de los caballos, incluso después de loco, Diego le sigue gustando tanto como cuando se lo presentaron. Era la boda de una prima ¿de Teresa?, ¿de Ana?... no importa, el hecho es que cuando ella lo vio, asustado, con los ojos rojos y sudando a mares en su traje azul, le pareció el hombre más hermoso de la tierra. Lo sacó de la fiesta y casi lo violó en el carro del abuelo. Después lo espió en el baño y lo miro llorar como un niño durante media hora.
-¿Cómo se hacen los cuadros, Diana?-
-Primero necesitas pintura y pinceles, luego haces rayas en un lienzo y pintas lo que se te ocurra-
-Yo quiero hacer un cuadro Mariana ¿me compras un martillo?-
-Sí, nada más déjame terminar mi café-
-¡Pero rápido, Gabriela! Ya son las siete veinticinco.
Diego deja veinte pesos sobre la mesa de madera, Andrea lo toma de la mano y salen juntos del café. Como siempre, toda la gente los mira. A Andrea le gusta que la gente la vea, le divierte escandalizar a las señoras, asustar a los niños, sorprender a los burócratas y a los boleros.
La mano de Diego raspa como si estuviera apretando una lija; es increíble que aún le guste pasear de su mano.
-¿Cómo dices que se llama esto, Fernanda?-
-Coyoacán-
-Yo quiero vivir aquí en el parque, ¿puedo, Jimena?-
-Sí.
-Pero quiero vivir aquí ahorita, ¿puedo, Estela?
-Y yo, ¿puedo vivir aquí contigo?-
-Sí, pero rápido eh, no se nos vayan a pasar las siete veinticinco-
En realidad Diego siempre fue igual; algún tiempo Andrea se entusiasmó con la idea de que él era un artista, un pintor, un escultor. Ella creía que sólo los artistas eran raros o que los raros sólo eran artistas.
Un rayo de luz se cuela por debajo de la puerta y despierta a la penumbra en casa de Diego, su madre teje cobijas interminables y se entristece mirándolo jugar con un tren de madera, es como un niño vagabundo.
-Yo quiero ir a ver la piedra de Andrea ¿me llevas, Mónica?-
Andrea lo mira con los ojos mojados, es increíble que aún le parezca un genio, que todavía sueñe con robárselo cualquier noche, con dormir con él junto a la playa.
-¡Apúrate, Jessica! Ya son las siete veinticinco, el que cuida la piedra ya va a cerrar la reja verde.
-Desde que se murió Andrea, Diego se volvió loco- Dice la madre de Diego sin alzar la vista del Tejido. Y las señoras se arrepienten de haber preguntado.
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